Feminismo decolonialista y antiespecista: una introducción

El día que me reconocí como feminista fue el mismo momento en que me reconocí también como decolonial y antiespecista. Fue cuando mi cuerpa gestante de mi primera hije, Andreé, durante mi posgrado en Needeerlaands (muy importante repetir las vocales, es para demostrar respeto por la cultura local sin pretender su asimilación que es igual a colonialismo), fue objeto de la objetivización brutal de un grupo de machistas en bicicleta. La bicicleta, por años herramienta de emancipación, sobre todo en la mujer, es secuestrada por hombres en leotardos que la desproveen de su inseparable canasto y lo convierten en una máquina asesina de ardillas capaces de experimentar velocidades de hasta cincuenta kilómetros por hora en pista. Entonces, una banda de ciclistas pasó por mi lado, y me gritó cosas… cosas indecibles e inconfesables. Supe de inmediato que fueron mis mamas, mis ubres, porque yo de pequeña que he sido de generosas senas, eran el problema. Y justo, cuando iba recolectando frutos silvestres, que en la orilla del camino veo a unas vacas pasiendo tranquilamente, y cómo un ternero tomaba leche de las ubres de la vaca. Ahí es cuando tengo mi revelación: para esos ciclistas no soy más que un pedazo de carne, que como las vacas, le comen la carne, porque la vaca da leche y lana, y mantequilla para la semana, tilín, tilón, tilín tilón. Y ahí me vi, pariendo al aire libre a mi propia hije, sin auxilio de la medicina occidental tradicional sino que únicamente de mi doula personal, Mwenmawe, a quien traje especialmente para la ocasión en una patera ilegal que contraté de una agencia somalí, y di a luz en ese campo de vacas paciendo, para sellar con ese gesto mi comunión con el resto de las vacas. Fue un parto hermoso, respetuoso de nuestras diferencias conyugales, quise conservar la placenta para comerla luego pero Mwenmawe me la pidió para consumirla ella. Pensé que la guardaría para comerla en una ceremonia tradicional junto a su familia, pero no, la consumió ahí mismo, empapándose con mi sangre y algo de meconio. Es que pensé que ella había llegado almorzada de Sudán. Pobrecita. Espero le esté yendo bien en su trabajo de repartidora de Uber eats.
Un año después fuimos a celebrar junto a mi hije el aniversario de su gesta, y me encuentro con la desagradable noticia que les vaques habían sido sacrificadas tras un brote de aftosa. En vez de tratar las enfermedades bovinas, la medicina humana occidental opta por fingir que no conoce manera alguna de salvar vidas, cuando se ha comprobado que el reikki cura desde el sida felino hasta el distemper, preferimos derechamente asesinar gente. ¿Qué pensarían ustedes si hubieran preferido asesinar a la gente que tenía Coronavirus para evitar su expansión? Sí, eso era un poco lo que quería hacer Mañalich al principio, pero supongo que se entiende la idea. Entonces, desde ese momento, decidí que mi protesta sería desafiar al patriarcado carnívoro y apuntar directo a su hambre femicida. Porque yo y las vacas somos una, una con todas. Ese día me desnudé, pinté mi piel de blanco y negro y me puse a comer pasto y a mujir bajo la luz de la luna. Lamentablemente, a los tres días, el dueño de la granja llamó a la policía e hicieron un gran escándalo. Claro, por supuesto que estaba con diarrea, mi cuerpa estaba recién desarrollando las encimas para digerir el pasto. Pusieron condicional mi visado y por poco no puedo terminar mi doctorado en las obras de Huysmans y su impacto en el arte pictórico de 1900, vital para el entendimiento de las luchas actuales (uno de los capítulos inspiró uno de los textos que inspiraron a Las Tesis). Por eso no cejaré mi lucha en impedir que sea negada nuestra identidad como vacas mujeres musulmanas. — Marguerite Dumas, magíster en historia del arte, Universidad Católica de Lovaina.■


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