Las nanas

El enorme espacio de la casa, sumado a que los chiquillos pasan cada vez menos aquí, me hizo reflexionar sobre la oportunidad de negocio que sería transformar nuestra morada en una residencia sanitaria para viajeros provenientes del extranjero. Platita fácil y segura, viejito. Las comidas de los pasajeros serían las sobras de nuestro almuerzo del día anterior. Sus camas, unos catres viejos donde ocasionalmente duermen los empleados de la consultora cuando, por su propia ineficiencia, no alcanzan a terminar sus obligaciones dentro de la jornada y voluntariamente acceden a quedarse durante el toque de queda para terminarlas. A veces, claro, ayuda un poco para que acepten el trabajo nocturno, el dejarlos encerrados apenas el reloj marque las 6 de la tarde (la hora de salida), cosa que aprendí trabajando un par de meses con mi amiga Marta L. La ropa de cama, por otra parte, provendría de viejos lienzos de la Claudita, José Andrés y José Miguel; si es que a nadie ofende dormir entre telas con rayados de la UNE, por supuesto. Aunque siempre se le podrá decir al “ofendidito” u “ofendidita”, que se trata de la recientemente lanzada organización “Un Nuevo Equilibrio”. Paradójicamente, cuánto chiquillo exmilitante de la UNE no terminará también siendo parte de esa plataforma de empresarios. Y de la atención de los huéspedes se encargaría la María, obviamente. Tampoco es que haga mucho aquí en la casa, si es la Sofi la que se sienta en el sofá a leer revistas viejas y decirle lo que tiene que hacer.
Se lo comenté en un almuerzo a la Sofi. Perdida en el clonazepam, apenas emitió un quejido que interpreté como aprobación. La María, por su parte, sólo reaccionó moviendo la cabeza de lado a lado y frunciendo el ceño. “Ya no las hacen como antes”, pensé, mientras recor-daba a la señora Inés, la mentora de la María. La señora Inés fue nuestra primera nana. La Sofi la heredó de su familia. Al volver a Chile, le insistió a su madre para poder traerse a la señora Inés a nuestra casa. La señora Inés aceptó gustosa, aunque significara trabajar considerablemente más lejos. Generoso, insistí en aumentarle el sueldo en $10.000. El dinero de principio de los ´90 valía mucho más, viejito. No sé cuánto más con exactitud, pero asumo que con esos $10.000 se compraba en aquel entonces lo que hoy con $1 millón o algo así.
Con más de setenta y cinco años a cuestas ya en ese entonces, no hubo día en que la señora Inés no vistiera a la Claudita, José Andrés, José Ignacio y José Miguel para mandarlos al colegio. Luego seguía con la Sofi y, ocasionalmente, conmigo. Me embarga la nostalgia al pensar en la señora Inés y hasta recuerdo su olor… olor a fritura. Porque en ese departamento de Providencia el cuarto de la nana estaba junto a (o adentro de) la cocina. Toda la ropa de la señora Inés olía a comida frita, incluso aquella con la que llegaba puntualmente los lunes por la mañana a trabajar.
Uno nunca está preparado para la partida de alguien. Pero especialmente la señora Inés abandonó este mundo cuando apenas estábamos listos para ello: la María había llegado para ayudarla apenas dos semanas antes y no sabía dónde estaba cada cosa ni todas las tareas del quehacer de la casa. Pobres de nosotros. Por fortuna, hacía años que nosotros sagradamente pagábamos un seguro de vida para la señora Inés; el que nos permitió donarle el ataúd y una corona de flores para su sepelio. El resto del dinero, lo invertimos en aumentar el pie para la nueva casa, la que contaría con un espacioso cuarto para las nanas, alejando de la cocina su olor. Ese cuarto todavía tiene una pequeña plaquita en honor a la señora Inés, quien lo hizo posible. Lamentablemente, por un descuido del agente de la aseguradora, la hija de la señora Inés se enteró de este seguro, reclamando para sí el monto completo, sin entender que dichos recursos permitirían mejorar la vida no de noso-tros como familia, sino del personal de servicio de esta casa. Ahí es cuando uno se da cuenta de que no existe eso de la solidaridad de clase en los rot… la gente humilde, viejito. — VIEJITO ●


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