Vacancia de la constitución

La Constitución política de la República de Chile comenzó a regir el 11 de marzo de 1990, conforme a los pactos Aylwin-Allamand (lo anterior era un mera pantomima de un autócrata, quien nunca dejó de gobernar a golpe de decreto ley) y quedó derogada, de facto, el 18 de octubre de 2019, no por el acto de un pueblo sino por mano de otro autócrata, quien excedió los límites que la norma dibujaba y utilizó a la policía de orden como policía política, infligiendo castigo a la población que realizaba desobediencia civil omisiva indirecta y no-violencia activa: una sencilla huelga de pago. Huelga de pago que en cualquier otro lugar del mundo se manejaría abriendo los torniquetes de acceso para que la protesta se apaciguara por su inutilidad, como suele ocurrir cada vez que se reajusta el subte argentino; sin embargo Piñera envía a toda la policía militarizada, que nunca había aparecido en las calles en la víspera controlando a los cada vez más intensos carteristas.

A esos efectivos tantas veces desdeñados por no estar en los momentos en que se los precisa, o por llegar tarde y con inefectividad solo a levantar los pocos vestigios que dejó un crimen, ahora aparecen solo para dar palos a todo aquel que se atreviese a pasar al tren sin pagar pasaje, a todo aquel que tuviese la mera apariencia de alguien que quisiera viajar gratis, y por último al público en general por el mero delito del porte de cara de no ser tenedor de un vehículo particular. Y es que no se reprimía el no pago del pasaje por el daño al erario fiscal sino por su significación política.

Es decir, se punía y perseguía el delito político. Delito que no pasaba de ser una falta que a ratos resultaba hasta simpática. Así, en ese viernes que, pese a todo, debemos reconocerle su gloria, con una alameda que tenía ya una vía menos —había que hacer una reparación de emergencia en Manuel Montt, lo que prometía embotellamientos en superficie— Piñera, pasando por alto todos los fines del Estado moderno y democrático, ordena hostilizar a la población en general solo por el atrevimiento de unos pocos valientes de expresar su disidencia. Castiga a todos para hacernos escarmentar de pedir ser tratados como personas y no como esclavos. Como en los tiempos del antiguo régimen, donde los obreros insolentes eran objeto de latigazos del patrón. Una forma de disciplinamiento corporal contra la población en general, mediante el obligarlos a devolverse a su casa tras el trabajo en larguísimas caminatas extenuantes, negándoles el acceso y el servicio al tren subterráneo que había sido sufragado con fondos públicos.

Con esto se buscaba castigar, no contener, la protesta cuyos motivos se retroalimentaban por la misma represión. Si había un malestar por el alza del precio del pasaje, el ser abofeteado de tal manera por manifestar ese malestar despertaba otras broncas silenciadas, que por años habían permanecido reservadas. El que las estaciones ardieran esa misma noche puede ser producto de una sofisticada operación militar que fue capaz de encender fuego a estaciones supuestamente ignífugas; operación militar que pudo haber sido dirigida desde el extranjero, por una potencia que buscaba la desestabilización interna por represalia a la centroderecha, o desde un intraneus de la propia derecha que buscaba crear el ambiente propicio para asir el poder omnímodo, hastiado ya de las largas jornadas de negociación que imponía la aparente democracia; o tal vez solo fue la expresión de legítima y real bronca de una población permanentemente humillada que lanzó una botella con parafina y huaipe y descubrió, de la manera más inesperada, que las estaciones del tren no eran a prueba de incendios y que cualquier día podrían haber muerto millones entre el humo; que el tren subterráneo podría haber sido cualquier día una tumba colectiva mediante métodos nada sofisticados, que la seguridad de muchos estaba, para variar, pegado con escupito y algo de cinta escotch.


El 18 de octubre de 2019 el quebrantamiento de la Constitución fue tan grosero que terminó por declarar fácticamente su vacancia. Ante la vacancia, el 25 de octubre de 2019, tras una semana de desobediencia civil activa y resistencia a la tiranía, la victoria del pueblo soberano se verificó al salir masivamente a la calle, desafiante, tras una semana de estado de sitio. Por el miedo del tirano a lo que queda del orden internacional basado en reglas —y a seguras sanciones a sus negocios si la represión escalaba todavía más— la pretensión de imponer su voluntad se vio rápidamente amagada y hacía todo para dar la apariencia que toda muerte y mutilación era obra de algunos agentes particulares que cometieron meros «excesos» no imputables a una estructura jerárquica que haya dado órdenes de aplicar castigo como política sistemática (¿dónde hemos escuchado esa defensa antes? ¡Ah sí! En los denominados juicios a las juntas, en Argentina, cuando los nueve generales de la dictadura pretendieron que toda responsabilidad quedara en los mandos medios y bajos que ejecutaron la guerra sucia que ellos mismos venían preparando desde la década del sesenta). Cierto es que si no se produjo una masacre es porque teníamos aún la protección que podía otorgar la tímida observancia de la ley y tratados internacionales; también influye que, tras años de ignominiosa omisión, el Poder Judicial se haya por fin animado a hacer directamente aplicables las normas que persiguen los delitos contra la humanidad. Así, los militares, llamados a salvar al tiranuelo, ya habían informado que no se harían parte de una operación de mayor escala, aún cuando el entusiasmo de la marinería y de uno que otro militar obnubilado haya terminado por adherir a la doctrina de seguridad nacional, esa vieja conocida que contempla la inflicción de daños contra un pueblo que no tenía más armas que elementos contundentes halladas de improviso. Pero si algo hubo que permitió que las costuras del Estado de derecho algo más aguantaran fue el miedo que produce en los militares el sistema internacional de derechos humanos, que en algo presiona a la judicatura, y que, no importando cuánto y cómo se dediquen a entorpecer la prueba, si se excedían terminarían tarde o temprano purgando condena en Punta de Peuco.

Aún así, eso no fue óbice para que hoy lamentemos mutilaciones, asesinatos, torturas, amedrentamientos y detenciones arbitrarias, en fin, unas jornadas tan pródigas en repartir terror como de valentía en quienes salieron a desafiar a la muerte. Esto, aún cuando en la actualidad el infame secuestrador de la voluntad popular, el eunuco Gabriel Boric, y su camarilla adicta, esté intentando congraciarse con los cuerpos de policía, negando el carácter sedicioso de las actuaciones de ese cuerpo en el pasado, haciendo auténtico «gaslighting», esa técnica que las adherentes de la filosofía que profesa la ministra Orellana tanto gustan de enrostrar a quienes han declarado enemigos, respecto de las actuaciones de la policía política en el pasado, como si no existiesen ni los registros fílmicos ni documentales de las jornadas de terror, tortura y muerte que se dirigió desde el Estado las jornadas posteriores al 18 de octubre. ¿O acaso se nos olvidó que se utilizó la violación sexual como arma de castigo político? Desde el asunto de las torturas en comisarías, los detenidos crucificados y el centro de torturas en Baquedano. Todo era denuncia calumniosa, pues es común que en la primera quincena de noviembre se muevan tanques por las ciudades, se muevan tropas en días sin estado de excepción por los cascos urbanos, todo era un lavado habitual con baldes con cloro en los pisos de la estación justo cuando llegaba la policía judicial a levantar pruebas. Todo muy normal, todo muy creíble. Circulen, circulen. Cuando la indesmentible evidencia se hacía insostenible, aparecieron unas performistas de Valparaíso con una pueril canción con otra aún más pueril coreografía —hemos de asumir que fue para no volver la sofisticación una barrera de entrada a la pretendida masividad— que vinieron a denunciar ya no las violencias ejercidas en las comisarías sino a toda clase de violencia sexual, desde la penetración violenta hasta no lavar los platos. Así nos olvidamos de las policías y nos enfocamos en los petimetres que hasta hacía unas horas estaban en la calle, codo a codo, con todas las protestas. El disciplinamiento llegó muy a tiempo para acallar las voces que denunciaban el acuerdo del 15 de noviembre.


La clase política, consciente de sus horas crepusculares, no halló más que fingir que se hacía portavoz del descontento popular y la derecha se animó a ofrecer la joya de la corona en sacrificio: la Constitución política. El acuerdo del quince de noviembre, además de infame, disponía condiciones inaceptables por desnaturalizadoras al ejercicio de la soberanía originaria del pueblo para cómo se habría de reorganizar la república.


Pero los hechos siempre superan al derecho. Lo que llamamos por años Constitución política de Chile se encuentra derogada.


La derogación ocurrió tan pronto Piñera decide extralimitarse en sus prerrogativas y utiliza a la policía como mecanismo de represalia política y vuelve a toda policía, con refuerzo de militares, en política. Allí hay un quebrantamiento del Estado de derecho y no se puede decir que haya Imperio de la ley, salvo que estemos reconociendo que la república ha terminado para dar paso a una autocracia. Luego, el pueblo se constituyó en plebiscito. El plebiscito no es una jornada electoral. La correcta denominación de una jornada electoral donde se somete a escrutinio una pregunta cerrada no es plebiscito, sino referendo. El nomen iuris de estas instituciones ha sido ocupado indiferentemente para designar el mismo instituto pero no son lo mismo. El plebiscito designa el momento donde el soberano retoma el ejercicio directo de soberanía, sin representantes ni intermediarios, y dispone las reglas con las cuales habrá de erigirse el orden subsecuente. Este fue el gran evento público, notorio y conocido de las marchas multitudinarias del 25 de octubre de 2019.


Entre las miles de exigencias, algunas dispares, otras contradictorias entre sí, había una que resultaba transversal a todos los asistentes a las marchas: el pueblo soberano exigió la destitución del tirano. El tirano, en lugar de su trono, ofreció los papeles mojados en que funda su mandato. La clase política entendió que ella también era el tirano y optó por adherir al cambiazo propuesto. El tiempo hizo lo suyo y la situación sanitaria añadió otro tanto.


Pero la Constitución política de Chile se halla vacante. Prueba de ello es que la institucionalidad diseñada para su protección incumplió reiteradamente sus deberes en cuanto a evitar la aprobación de normas manifiestamente inconstitucionales, tramitadas contra las instrucciones de la misma Constitución. No hay duda alguna que las disposiciones que autorizaron el expolio de los fondos de pensiones para financiar unas ayudas cortoplacistas en tiempos de detenimiento forzoso de la economía no se tramitaron de conformidad a las normas Constitucionales; cualquier juez, por lego que sea, notará que la forja de esas normas nunca se debió haber producido. Pero tanto la presidencia se negó a llevar a su debido momento dichas normas al Tribunal Constitucional; cuando la llevó, la judicatura constitucional se excusó de revisar el caso por un vicio de forma de revisar el asunto. ¿Se puede renunciar a proteger la constitución por una argucia de forma? ¿Si el día de mañana se dicta una norma que suspende todos el catálogo de derechos, como en la Ley habilitante alemana de 1933, ésta se puede volver constitucional porque no fue oportunamente repelida ante el Constitucional por una cuestión de forma? Se supone que no, que el Constitucional es el mecanismo poskelseniano destinado a amagar ese tipo de desviaciones normativas. Entonces, si no se cumplió el fin del Tribunal constitucional, ¿se puede afirmar que, entonces, la Constitución, según el texto codificado desde 1980, hoy en el decreto 100 de 2005, sigue vigente? Es evidente para nosotros que ya, no. Si quienes están llamados a hacer cumplir la norma renuncian a su deber, pues, han terminado por condenar la norma a la derogación fáctica. De otro modo, la Constitución, si siguiera vigente, habría tenido a alguna magistratura destituyendo tanto a Sebastián Piñera como a los ministros del Tribunal Constitucional por incumplimiento de deberes. Ninguno de esos dos escenarios se ha dado. Bastaría invocar el artículo 8, la nulidad de derecho público, para deshacer las reformas de los giros sobre los fondos de pensiones privados e incluso sobre las normas que eliminaban a las normas pétreas que impedían el cambio constitucional. Estas normas, extrañas al sistema y orden jurídico vigente desde el acta constitucional tercera, no han sido controvertidas ni anuladas mediante los mismos mecanismos que la propia constitución ofrece en caso que se incorporaran normas que distorsionen la misma vocación de la Constitución. Las normas pétreas de dicha Constitución están diseñadas de manera tal que si se busca cambiarlas, la norma reformista no encuentre validez; solo que se dinamite la norma pétrea (y toda la institucionalidad que la rodee) puede permitirlo. La norma pétrea no desaparece de una legislación, se destruye, como la piedra. Y la piedra ha estallado. La Constitución de 1980 ya no existe.
La legislación constitucional chilena, con el texto muerto, ahora está constituido a la manera inglesa. Cosa curiosa: los ingleses de latinoamérica no solo gustan de destruir sus dientes a fuerza de beber té todas las tardes. Las instituciones que el decreto 100 fijó permanecen; su funcionamiento está regido por una costumbre jurídica que consideramos tiene rango constitucional, y que se originó a partir de las disposiciones que ese decreto 100 fijaba, ahora derogado y con absoluta posibilidad de ser cambiadas conforme la conveniencia de los operadores jurídicos lo estimen conveniente. Así mismo, las instituciones más complejas están regidas por leyes orgánicas constitucionales, leyes simples dictadas de conformidad a la constitución, principios constitucionales que emanan de los tratados internacionales en materia de derechos humanos que aún con la vacancia de su norma madre continúan vigentes a falta de instrucción en sentido contrario.


Por ello, Chile no tiene constitución escrita. Desde 2019, y con mayor seguridad desde el referendo que ordenó escribir una nueva Constitución que vivimos en estado de vacancia constitucional. Nuestra institucionalidad solo se sostiene por la mera costumbre, no por la legislación escrita.
Si modificaciones a las normas de los procedimientos que moldeó el decreto 100 se realizan de conformidad al mismo decreto 100, es solo por la costumbre moldeada por ese texto mientras estuvo vigente. La costumbre se prueba de esa manera, dicen las normas del viejo Código civil.
Los iuspositivistas estrictos niegan la posibilidad de una derogación tácita; pero admitir que solo la ley es la vía de derogación de una normativa es legalizar la arbitrariedad, con lo cual el ordenamiento deja de ser derecho. De ahí que pretender tener al decreto 100 por vigente sea una arbitrariedad, ¿por qué la Constitución rige para algunos y no para otros? ¿Por qué en algunos aspectos ésta debe regir con severidad y en otros se la puede omitir por que un escrito ingresó un minuto tarde a la ventanilla? Si se trata de la norma fundamental, que consagra precisamente la garantía de evitar toda arbitrariedad, una vez que se verifica su aplicación mañosa hemos de entender que ya no rige. La única manera de restablecer la vigencia de una norma de rango constitucional positivada y no en base a la costumbre es mediante el ejercicio directo de la soberanía del pueblo o su secuestro por parte de un poder absolutista que se imponga a sangre y fuego. Descartado lo segundo por estar prohibido por el ordenamiento jurídico internacional, aún feble pero de todos modos exigible, solo resta lo primero: que sean sus propios pueblos quienes decidan su destino. Y como no lo harán por vía de las armas como antaño, bien lo harán mediante el ejercicio de la democracia.


Es mañoso arguir que de la aplicación del derogado ya artículo 142 de la Constitución se cierra el debate y momento Constitucional y del rechazo a la propuesta se colija que ha resucitado o hasta se ha hecho una ratificación tácita del texto del decreto 100 de 2006. La doctrina panchomalista halla en el solo hecho de la tautología de su interpretación la gran contradicción a su propuesta: la Constitución que sigue vigente es la misma que mandata la manera de encausar la manera de cumplir una manera de dar una nueva Constitución. Esa norma residual está pensada para precaver el caso de una vacancia, como la que hemos descrito; si reconociéramos validez a la tesis panchomalista, la norma sigue ahí. Esperando cumplirse. Y la norma dice claramente: se convoca un referendo para decidir si se ha de redactar una nueva constitución. Se habrá de repetir todas las veces que sea necesario hasta que ésta salga. De allí que caiga la tesis del panchomalismo en cuanto al cierre del momento constituyente. Pero volvamos a nuestra tesis original: la Constitución del decreto 100 está derogada. Y es que por ese se ha de tener cuidado al momento de redactar las preguntas en la papeleta. La pregunta en la papeleta del referendo de entrada estaba escrita de manera tal que no hay otro corolario que la orden soberana a ser cumplida es que haya una nueva constitución. Aún no la hay. El mandato solo puede ser revocado por un instrumento igual, con un resultado con contundencia a lo menos semejante. Que la primera propuesta de nueva Constitución no haya sido del agrado de la mayoría de los votantes no involucra que rija de nuevo la Constitución ya fenecida. No hay que escuchar dichas voces.


Estamos viviendo un tiempo tan frágil, peligroso como omnipotencial. Que Chile no tenga las cadenas que lo detenían es tan peligroso como interesante. Por eso es preciso saber llevar con astucia el momento político y entender que hoy existe la manera de por fin cumplir los proyectos largamente olvidados. El que se rechace un proyecto de nueva Constitución —que, fuera de toda la nomorrea altisonante, hay que reconocer tenía deficiencias insalvables que, de haber sido aprobada, habría terminado por ser una consecusión de decepciones que se coronaría con un gran «emosido enganiado»— no significa que el péndulo de la historia se haya vuelto a cambiar de bando. Las razones del malestar siguen ahí. Y se tenderán a agudizar todavía más, a medida que el capitalismo global se va encontrando con que si hay unas leyes que no puede modificar mediante la corrupción endémica, son las leyes de la física. Y es que la humanidad ya ha destruido suficiente de la biósfera para dejarla tocada de muerte. Lo que siga no es más que el descenso por el acantilado que anunciaba Séneca: que al fondo del foso lleguemos salvando algo dependerá de si somos lo suficientemente hábiles como para asirnos de alguna roca o rama mientras vamos en caída libre. Pero para eso requeriremos dejar en claro que es tiempo de guardar el entusiasmo y reducir las expectativas de nuestros congéneres. Entender que algo que hasta hace poco considerábamos esencial, como comer un plátano, es un lujo impagable, propio de ricos y que deberemos inevitablemente renunciar a ello. Como a los televisores nuevos. Como a la electricidad constante. Como a los vehículos privados de transporte y a la posibilidad de vivir en una ciudad y trabajar en otra. En definitiva, si la humanidad quiere sobrevivir a sí misma, debe entender que debe vivir con menos, mucho menos. De ello depende de si habrá humanidad en tan poco como 20 años más.


Que el momento político y las expectativas de la gente sobre la nueva constitución asimilen esta triste y lamentable nueva realidad dependerá que tengamos una nueva Constitución escrita y codificada, fruto de la libre deliberación democrática. De otro modo, enfrentaremos sucesivos referendos donde el texto propuesto será desdeñado. Y peor aún, las masas seguirán las ideas del populismo de derechas, que insiste venenosamente en culpar al fantasma comunista de la pérdida de la abundancia y de que se marchitara la cornucopia, como si acaso se pudiese crear energía por decreto. Lamentablemente desde las izquierdas no hay una infraestructura comunicacional ni mucho menos claridad doctrinaria para comunicar a la generalidad de la población este problema. Más bien, ya se ha visto, sus captores se preparan y soban las manos para hacer de esta contingencia la manera de hacerse ricos.


De, en definitiva, morar para siempre en el mausoleo más lujoso del último cementerio que erija la humanidad. — W. JONES ●


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